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EL POETA Y LA CAZA

Puesto de alba

 

JULIO ALFREDO EGEA


Homenaje de Julio Alfredo Egea a una actividad que, a través de sus palabras, adquiere nuevos significados. El poeta deja paso al cazador, y en una serie de relatos muestra sus experiencias, reflexiones, vivencias, y adorna todo ello con la ficción que brota de su mente, incluyendo en el relato al escritor en prosa. Un total de quince historias que recogen, como él mismo explica, parte de sus emociones, vividas en el campo, rodeado por su belleza. Egea demuestra en este texto cómo la caza y las posturas ecologistas pueden estar próximas, algo que defienden los que comparten, como él, esta actividad, que junto con el amor a la Naturaleza, siempre formaron parte de su vivir.

Angel empezó a levantar el puesto caído, hecho en años anteriores, derribado acaso por las furias del viento de invierno...

En anónimos dimes y diretes de la subterránea mala conciencia del pueblo, tenía Carmela mala fama, forjada quiza por suposiciones de mentes fabuladoras

Espió el cazador los motivos por las aberturas del tollo y vio al águila real por las cornisas más altas de la sierra, sobrevolando los picachos...

Alguien recordó cuando se cazaba con el reclamo hembra, siempre a escondidas de la guardia civil, siempre por mayo y junio, cuando los nidos se llenaban de huevos...

"Ya es imposible esa caza furtiva desde que la guardia civil patrulla en motos todoterreno". Y empezó la conversación sobre los civiles...

Quedó atrancado el coche en el barranquizo. La lluvia había esponjado arenas y se hundieron las ruedas hacia la mitad; hubo que escarbar con fiereza y formar un lecho de piedras y hojas para que agarraran las cubiertas. Aquilino andaba desesperado porque estaba algo avanzado el día para echar el puesto de tarde, y como pensaba subir al Puntal de la Aguilas, algo lejano, y rehacer el tollo de años anteriores, que estaría algo deteriorado, y darle tiempo al pollo de Burgos para que abriera el campo con su reclamo novicio, y que respondieran las perdices, que estaban silenciosas en presagio de heladas... Lograron por fin llevar el vehículo hasta terreno firme, para facilitar el regreso cuando volvieran al anochecer.
Angel y Aquilino, los dos amigos inseparables en las cacerías del reclamo, iniciaron la escalada por direcciones distintas, ya que cada uno pretendía subir a la nariz de un cerro diferente, aunque próximos.

 

Subió Angel la ladera escarpada, con entusiasmo de metas, como en estreno de aventura, y pronto estaba en la cima, en la parte dominadora del cerro, en el lugar llamado Mirador del Angel, nombre trasmitido de generación en generación, como todas las denominaciones de lugares de la serranía. Y pensaba el cazador que estaba bien puesto aquel nombre, quizá por algún pastor poeta de remotas edades de la tierra, que sintió vocación de bautismo para collados, picachos y cañadas.

Estaba bien puesto porque si un ángel hubiera pensado visitar aquella tierra, nada como aquel lugar para otear bellezas: la impresionante serranía rodeando al cerro con su tapiz de chaparral, orlado a tramos por un cinturón verde-amarillo de enebros, por manchas más suaves de romeral, y coronando cada altura los riscos como fantasía de castillos a medio construir. De cara a la llanura quedaba desplegada una sinfonía de colores, de rostros de la tierra. Donde acababan las sayas del monte, empezaba la labor, el verde nuevo del cereal, los barbechos rojos, grises, color pizarra los más lejanos, y el pueblo con los confines del horizonte, con las cales brillantes al sol. Buen sitio aquel para la espera de la perdiz, con oído a todas las vertientes.

Angel empezó a levantar el puesto caído, hecho en años anteriores, derribado acaso por las furias del viento del invierno, acaso por encabritarse el ganado en sus paredes, pero permanentes sus piedras desde siglos; caídas, levantadas en cada celo por generaciones de manos cazadoras. Angel andaba con prisa colocando las piedras en círculo, alzando aquella corraliza de ilusiones en donde acechar, tapizando los claros con matas de tomillo, con tallos de jara, con verdor de iniestas, para burlar al ojo explorador de la perdiz, haciendo el círculo de la tronera con las más suaves matas para no espantar con algún crujir al momento de manejar la escopeta. Acabada esta faena, levantó el tanto a la distancia conveniente, también de piedra, y en su altura colocó bien sujeto por pedruscos haciendo presión sobre la jaula, al pájaro perdiz que era de tercer celo y bastante seguro en su quehacer. Le quitó la sayuela verde, con sus iniciales bordadas en letras rojas por Carmela, su mujer. Volvió al puesto metió dentro los ganchos de transportar la jaula y la sayuela, y extendió la manta por el suelo antes de sentarse en su interior. Miró por la tronera y colocó en ella la escopeta.

El reclamo
El pájaro se estiró en la jaula, alzó la cabeza oteadora en atención de oídas y rompió el campo con una llamada vibrante, un reclamar de desafío, avisador. Repitió la arrogancia del canto varias veces y quedó en actitud de escuchar alguna respuesta. Pronto consiguió contestación: una perdiz hembra empezó a responder lejana, con cierta indecisión, y por otra dirección contestó un macho desafiante. El pájaro enjaulado pareció crecer de pronto, llenar toda la jaula, y empezó a dar de pie con firmeza, anulando todo trinar de pajarillos, todo rumor del monte, acabando con piñonazos agudos, como disparos de su pequeño corazón embravecido. Se estableció un diálogo múltiple, en varias direcciones; arreció durante largo rato una correspondencia de llamadas, desafiantes acaso, hasta que poco a poco se fue aproximando el canto apasionado de la perdiz hembra que se había escuchado en un principio. Era un canto con sones de tartamudez. El galán enjaulado respondió al acercarse de la hembra, desentendiéndose de las otras contestaciones del monte, dedicándose a ella en exclusiva: endulzó su llamada con embuchadas bajas, titeó nervioso en impaciencias de la espera, inició el pie casi como un rumor... La hembra se aproximaba por momentos, se adivinaba su correr ladera arriba, soltera en aventura, acaso viuda por cualquier otro cazador. Al fin apareció en plaza con andar presumido, fingiendo indiferencia con un desentendido picoteo entre las piedras. Fue verla el perdigón y embolinarse en la jaula enroscando su figura en las plumas erizadas en una muestra espectacular, hasta poco a poco normalizar su aspecto y romper en un recibo de aceptación, con suavidad de melismas. La correspondencia de cantos armonizó el encuentro, hasta que rompió el momento mágico el disparo: murió la perdiz en aquel rito antiguo, culminando un drama de amor y muerte, y el pájaro no cortó su recibo con la detonación que hizo enmudecer al campo, sino que continuó su música como un réquiem o una aceptación de la tragedia. Momentos estuvo en silencio el campo, como asustado, pronto empezaron los jilgueros a trinar en una encina próxima; volvieron a oírse lejanas las calandrias sobrevolando laderas, y el pájaro perdiz, dejando clausurada una historia, empezó a reclamar por alto de nuevo, llamando a reanudar el diálogo roto. Se escuchó el canto ronco de un macho por las alturas de un cerro próximo, un canto profundo, como emitido desde el fondo de una orza, que enrosariaba ecos por las altas cumbres. El diálogo fue feroz e interminable, ninguno cedía en su arrogancia.

El canto tímido de la perdiz que seguía al macho campesino fue quedando más distante, más espaciado de silencios, cual limitándose a una espera, no queriendo acompañar en la aventura a su pareja que, siendo mayor su impaciencia que la velocidad de su carrera, levantó vuelo y cayó en la rasa con espectacular aterrizaje. Pronto se rehizo el pájaro enjaulado de la sorpresa y creció nervioso llenando toda la jaula y, simulando serenidades, inició un recibo de aceptaciones y confianzas. Llegó el macho hasta el tanto, ascendió por las piedras amontonadas hasta la jaula, intentando una lucha que impedían los alambres, consiguiendo algún picotazo por entre sus claros, que alzaban remolino de plumas arrancadas. Bajó el macho, impotente, algo amedrentado por la fiereza del cautivo que seguía un desafío triunfal, cuando sonó el tiro. Sonrió Angel complacido porque siguió al disparo el canto de aceptación del perdigón, que parecía sentirse vencedor de su rival, cantando la muerte, rompiendo después con altas reclamadas en intento de solicitar de nuevo la atención del campo.

 

Pero de pronto se quebró la sonrisa del cazador cuando su mirada tropezó con la cobija verde abandonada en un rincón del puesto. La cogió entre sus manos y acarició las iniciales bordadas sobre el tejido: primor de lana roja en letras góticas, confeccionadas por las manos de Carmeliya, aquellas manos en gemela belleza, tan eficaces en artesanías, también eficaces en faenas de amor. Tenía Angel seriedad de dudas, un signo de dudas en el entrecejo. -Debían muchas lenguas de andar cortadas- pensaba, más de pronto se le retorcía el pensamiento y la duda tomaba carácter de certeza en los entresijos de la cabeza, y ya no oía las llamadas del pájaro ni la correspondencia de un coro de perdices lejanas, y le daba vueltas a aquel rumor del pueblo dando por cierto que Carmela lo engañaba con su mejor amigo, con Aquilino, su compañero eterno de cacerías; amistad iniciada en la niñez, crecida a lo largo de la vida, demostrada por mutuas ayudas en trabajos campesinos, forjada en inseparable vocación cazadora, sólo a veces levemente perturbada por un crecerse de competencias en el adiestramiento de perros y caballos, en la posesión de los buenos reclamos de perdiz... -No, no podía ser-, pensaba. Pero enseguida Carmela sustituía en el pensamiento al amigo, repasaba todo su acontecer amoroso, y volvía la puñalada de la duda.
Ella había vuelto al pueblo después de un peregrinar por ciudades, no se sabe en qué quehacer. Para él había quedado en el misterio este tiempo de ausencias; leves explicaciones interrumpidas, trabajos provisionales... Lo cierto es que un día volvió a casa de sus padres pensando ya no marchar jamás, y desde el primer día de su regreso quedó prendida en el cálido enamoramiento de Angel, rendido a su belleza, renovando en plenitud una admiración desde la niñez, nunca olvidada por las ausencias.

En anónimos dimes y diretes de la subterránea mala conciencia del pueblo, tenía Carmela mala fama, forjada quizá por suposiciones de mentes fabuladoras que intentaban llenar las páginas en blanco de sus tiempos vividos en lejanía. Pero él nunca se preocupó por malicia de frases entrecortadas y silencios, creyendo en la firmeza de una pasión que siempre parecía recién estrenada. Sólo había un vacío, al parecer irremediable: la falta del hijo deseado por ambos. Ante su tardanza habían andado de médicos por la ciudad y todos habían confirmado su normalidad para ser madre y, aunque Carmela nunca dijo nada, a veces miraba al marido con ojos culpadores, como denunciando sus yermas simientes. Esto ocurría después de cada episodio de posesión, y Angel quedaba desconcertado, en desarme de su hombría primitiva. Por eso, cuando ella le dijo que estaba embarazada, él no sabía si alegrarse o desconfiar porque ya andaba lo de Aquilino en habladurías y creía sorprender un nublo de burlas en la mirada de los vecinos. Pero lograba desentenderse, exterminaba la raíz de los celos, como mala hierba, y recuperaba su semblante confiado ante la mujer y ante el amigo. Así andaban las cosas.

Un guiño de sol al ocultarse sobre el cerro próximo, al cual había subido Aquilino, le desbarató los malos pensamientos y le anunció que era la hora del regreso. La puesta de sol, clausura de cantos; quedó en silencio la serranía y anunció la lechuza que empezaba el imperio de otro mundo, de seres que vivían su plenitud en el misterio cerrado de la noche. Salió Angel del puesto, con cuidado para no derribar su provisional arquitectura, recogió el par de perdices muertas, echó la cobija al perdigón, al que miró con mimo y reconocimiento de méritos; se lo colgó de la espalda e inició la bajada. A lo lejos el pueblo se iluminaba de oros en un último rayo de sol, y logró pensar en Carmela como seguro regazo en espera, llenando de canciones la casa en su trajín de hogar, con el nuevo encendimiento de sus ojos: la mirada cálida que había despertado denuncias de fecundidad cumplida. Bajaba la ladera, alegre, animoso, desertando desconfianzas, y al llegar a la falda, al comienzo de barbechos y sementeras, empezaron a levantarse perdices asustadas a su paso, perdices que irían buscando el sito más propicio para dormir, adecuado para detectar el paso sigiloso del zorro, el ataque de las rapaces nocturnas... los múltiples peligros de la noche. -Buen sitio éste para un puesto de alba-, pensó Angel, -Vendré un amanecer a esta raya del monte y los sembrados.

Cuando llegó al coche ya lo estaba esperando Aquilino, al cual le había ido mal la tarde, y emprendieron regreso contándose los aconteceres del acecho.

Mala tarde
Para Aquilino, como contaba al amigo, fue una mala tarde. Escaló difícilmente aquella mancha de chaparral, venciendo distancias por el espeso monte bajo de enebros y aliagares, llegando al final del cabezo dominador que era el Puntal de las Aguilas. Allí no era necesario hacer puesto de piedras pues la abundancia de chaparros permitía hacerlo de monte, quedando además más disimulado. Dejó en un rellano la jaula, escopeta y manta, y con la pequeña hacha empezó a hacer hueco dentro de los retoños de una gran encina; limpió el espacio suficiente para poder sentarse; concluyó su labor espesando las paredes de chaparro con fronda de tomillos, cruzando ramas para dar a la tronera una consistencia capaz de sostener a la escopeta, haciendo un círculo de matas suaves en aquel camuflado mirador. Se tendió jadeante, temiendo se repitiera el percance de la subida. Cuando ascendía la ladera había sentido un gran dolor en la profundidad del pecho, teniendo que tenderse en un calvero, sudoroso, como sintiendo el corazón apretado por manos de hierro. Ya le había pasado otras veces. Pensó que subía con demasiada prisa la empinada cuesta... Fue recuperándose y siguió la marcha desentendido del percance, llegando al final del cabezo. Pero ahora, tendido de cara al cielo, empezó a preocuparse pensando si no sería aquel dolor el anuncio de alguna seria enfermedad. Desentendiéndose, levantó el ánimo. Tampoco necesitaba hacer tanto de piedras; antes de situar la tronera había calculado la posibilidad de colgar la jaula en un arbusto cercando, dándole altura para potenciar posibilidades del alcance del canto, despuntando ramas para que el reclamo pudiera ver sus alrededores, la posible llegada de perdices. Antes de descubrir al pájaro miró desde la altura.

Verdaderamente aquel era territorio de águilas, sitio dominador para escuchar el monte, con oída a grandes espacios serranos. Pulsó a la tarde; había cambiado el viento y hacía un poniente suave y cálido, propicio para remover las perdices, para animarlas a la pelea y el amor, a sus defensas territoriales. Cuando se metió al puesto llegaban cantos de todas direcciones. Lo peor era que aquel pollo salía por primera vez al campo y era difícil que cumpliera bien la faena. El sabía lo difícil que era encontrar un buen reclamo; llevaba años buscándolo sin encontrar ninguno capaz de satisfacer sus deseos de cazador. Un viejo amigo en la afición le había dicho que ya no salían buenos pájaros de aquellas tierras porque estaba degenerando la perdiz en bravura, porque el ejercicio de esta caza durante siglos era todo lo contrario de lo que se hacía para conseguir buenos toros de lidia: en las tientas se probaban las vacas para dejar las más bravas, dedicándolas a reproductoras; en esta caza se iban matando sólo las perdices con la sangre más caliente para acudir al desafío. Quizá llevaría razón. El caso es que ahora, quizá obedeciendo a esa idea de la degeneración y considerando que esta modalidad de caza es esencialmente sureña, sólo practicada de manera amplia, desde siglos, en Andalucía y regiones limítrofes, se buscan pájaros de sitios distantes: Burgos, Cuenca, Toledo..., en donde se supone que la perdiz roja, más cazada en mano o en ojeos, debe mantener toda su pureza, su ardor amoroso y su carácter peleador. Pero también era difícil encontrar buenos pájaros de esos lugares distantes...; un reclamo que llamara con insistencia al campo, que una vez, cerca las perdices, modulara su canto para dar confianzas, sin mostrarse demasiado agresor, y que al verlas adaptara el recibimiento a las intenciones que traiga el monte, ablandando en el diálogo, disfrazando fierezas, endulzando la voz... era muy difícil. En todo esto pensaba Aquilino ante la incógnita de aquel pollo de Burgos que había colgado del arbusto. Y pensaba, según experiencia de su larga vida cazadora, que entre las perdices, como entre las personas, nos e daban dos iguales, cada una tenía una propia y complicada personalidad, y era muy difícil encontrar a ese ejemplar sabio en genios y serenidades. Por eso envidiaba a Angel que siempre había dado con buenos pájaros, que ahora tenía uno ejemplar, que también gozaba con tener siempre a Carmela a su lado... A partir de aquí deshizo un proyecto de pensares y puso atención a la tronera para observar al pollo de Burgos, que era manso, gustaba en la casa, era cantador... Cuando más arreciaban los decires de perdices cercanas se levantó el pollo que estaba recostado en la jaula y lanzó varias reclamadas que entrañaban sorpresa y timidez pero hicieron concebir esperanzas a Aquilino, aunque pronto fueron frustradas cuando a la contestación del campo el pollo dio respuestas negativas: empezó a bregar queriendo salirse de la jaula, negando su apariencia de mansedumbre, restregando el pico por el entramado de alambres, para terminar chasqueando por todo lo alto, como desentendido o enfadado. Callaron las perdices asustadas o asombradas de aquel intruso destemplado, aunque pronto volvieron a sus músicas, sin recibir contestación del pollo. Para colmo de males vio Aquilino que, después de un breve canto de alarma, se agachó en la jaula hasta intentar desaparecer; actitud coincidente con un silencio absoluto del campo.

Espió el cazador los motivos por las aberturas del tollo y vio al águila real por las cornisas más altas de la sierra, sobrevolando los picachos, orlada por cenefas de niebla. Al rato desapareció la rapaz, desviando la majestad del vuelo hacia otras vertientes de la serranía, y el pollo volvió a levantarse ocupando toda la jaula, como en oída, aunque volvió a agacharse al pasar las grajillas, al volar una urraca hasta la encina bajo la cual estaba el puesto, demostrando excesivos temores, miedos denunciadores de su mala clase. Estuvo Aquilino decidido a salirse, a abandonar la prueba, pero al fin pensó seguir hasta el final, con leves esperanzas de que cambiara la actitud del perdigón, no queriendo pasar el resto de la tarde en el coche, esperando al amigo. Todo iba de mala suerte; hasta un rebaño de cabras irrumpió en la plaza con su concierto de cencerros y campanillas, y por pocas se mata el pájaro espantado por la aparición. Se perdió pronto el ganado monte abajo y el campo recobró su compostura. Volvieron a cantar perdices próximas y hasta apareció una hembra que había cantado cerca toda la tarde; casualmente, en su corretear buscando pareja pasó por allí. Pensó Aquilino que era la prueba definitiva. Pintó la perdiz en plaza y al ver al pollo acudió decidida hacia el arbusto en que se encontraba la jaula. El pollo, desconcertado, no dijo nada y se manifestó en su hurañez, bregando con energía. Aquilino dejó quieta la escopeta, dejó marchar a la hembra asustada por el inadecuado recibimiento: aquella era una caza ritual y nada importaba matar o no, siempre que no se hiciera dentro de una complacencia de comportamientos.

Con la aparición de la perdiz empezó a pensar: -Aquella hembra... ¿Habría abandonado a su macho, en aventura propicia a infidelidades, acaso buscando a un compañero más fogoso? Esto le trajo el recuerdo de Carmela y se enzarzó en maraña de pensares. Siempre había sentido atracción por aquella mujer y, cuando volvió al pueblo y él pensaba manifestarle sus sentimientos, se adelantó Angel ganándole la partida, casándose con ella, dejando su pasión en absoluto silencio. Después, en las visitas a casa del amigo, aprovechando la ausencia de éste, todo fue un itinerario de miradas cómplices, de arrebatos correspondidos, como preliminares de la entrega aprovechando u n viaje de Angel a la capital. Grande fue la pasión en sus escasos encuentros, en plenitudes amorosas; pocas eran las ocasiones propicias, muchos los espionajes del pueblo que acabaron en rumores de acusación. ¿Qué hacer...? Pensó Aquilino, a veces, martirizado en el remordimiento de las traiciones a la amistad, abandonar el pueblo, marchar a Cataluña, en donde tenía establecidos casi todos sus familiares próximos. ¿Sería capaz de alejarse de Carmela? ¿Sospecharía Angel algo...? Era aquella mujer la culpa de su soltería, de sus estado de soledad, rota tan sólo por la esperanza de los encuentros. ¿Sería capaz de huir de tal estado de cosas, liberándose de un cerco de remordimientos martirizantes? ¿Sería capaz de renunciar a aquel robo de gozos, al calor de aquellos brazos rodeando su cintura, al furtivo momento del beso? En reyerta de pensamientos le sorprendió la puesta del sol. En los altos riscos cantó el búho anunciando tinieblas, despertador de los animales de la noche. Una zorra graznó de forma lastimera por los escondites del encinar. Saltó del puesto y se fue enfadado a descolgar el pollo de Burgos; cogió la jaula y le abrió la puerta; salió el animal tropezando con las matas, en incierta carrera. Mala condena era aquella, cruel actitud de cazador defraudado: soltar el perdigón en el monte, con los vuelos cortados y perdidos sus instintos de defensa por los acomodos de la cautividad, sin los eficaces mecanismos de la huida y el vuelo. Pronto acabaría en las fauces de la zorra, quizá de aquella que lanzaba su escalofrío de aullidos escondida en el encinar.
Se colgó la jaula vacía, se terció escopeta y manta, emprendiendo loca carrera sierra abajo, como huyendo de comparsa de remordimientos que se acrecentaba con la proximidad de la noche. Varias veces cayó al tropezar con el matorral y sintió las agujas dolorosas de la aliaga punzándole la piel. Era como desconcertado animal en huida. A medio camino le atacó de nuevo aquel dolor punzante del pecho y tuvo que sentarse en la tierra sintiendo que perdía la vida. ¿Qué sería aquel extraño dolor? Iba a tener que decidirse y visitar al médico. Al fin desapareció aquella sensación de tener una mano fuerte apretándole el corazón y pudo incorporarse y seguir su camino hacia la cita con Angel, para el regreso. Cuando llegó al vehículo aún no estaba allí el compañero pero se oían sus pasos próximos pisando matojos al caminar.

Después del relato de aconteceres: felices los de Angel, desgraciados los de Aquilino, transcurrió el regreso en un silencio denso, en batalla de pensamientos encontrados, no manifestados en la voz, como duelo fantasmal de dudas de las que empezaban a brotar rencores; en el oscuro cielo de sus mentes volaba el aguilucho de los celos y descendía su pico hasta lastimar el corazón. Ambos repasaban calendarios de la amistad: aquellos días de gozo en la persecución de la perdiz, siguiendo la búsqueda ágil de los perros en competencia de la muestra y el cobro, rivalizando en velocidad para derribar a la liebre levantada de entre los surcos, al conejo que dejaba el enebro en zigzag de sorpresas, a la veloz torcaz que alzaba su vuelo azul sobre el encinar... Y en cada jornada el fraternal momento de la comida en el campo, el vino alegre de la convivencia en gustos y sentires, aquel emparejado vivir la naturaleza en todos sus secretos, en su primitiva desnudez.

 

Borraron pensamientos las luces próximas del pueblo. Dejó Aquilino a Angel en la puerta de su casa y quedaron en verse momentos después en la taberna, en donde encontrarían a otros cazadores para comentar la jornada. A la luz de los faros miró Aquilino la casa cerrada, aquel umbral atravesado a veces, furtivo del amor, con emboscados pasos, esquivando las pupilas del pueblo, entre la pasión y la duda, arrastrado por el embrujo de una mujer que estaría tras aquellos muros con su belleza en flor, con su carne gozosa en sembradura. Y apartó los ojos acelerando el coche, marchando hacia su casa con la sonrisa amarga de imposibles desentendimientos.

Atravesó Angel el quicio de la puerta y pasó a la cocina, en donde Carmela atizaba la lumbre preparando la cena. Se alzó la mujer y lo besó en los labios, en correspondencia a la ofrenda que le hacía del par de perdices muertas. -¿Fue bien la tarde?-, preguntó. El, bajo el disfraz de la sonrisa pensó: -No puede ser...-, y fue a dejar sus arreos de cazador. Colocó al pájaro en el jaulero y le puso en el comedor maíz y trigo y amapoles tiernos que cortó en pedacitos con su navaja. Cuchicheaba el pájaro como agradecimiento, aplicándose en el manjar, y Carmela le preguntaba si cenaría pronto. -He quedado con Aquilino en la taberna pero volveré enseguida-, respondió él. Al pronunciar el nombre del amigo intentó perseguir pensamientos por los ojos hermosos de la mujer, mas el rostro de ella permaneció sereno y sus ojos eran profundos túneles sin posible lectura.

La taberna
En la taberna había un corro de voces enardecidas y un temblor de vino nuevo en los cristales. Se sucedían las mil y una historias de la caza en turno de voces narrativas, a veces atropelladas en coros de énfasis. Sobresalían los adornos fantaseadores de algún contertulio, atribuyendo casi poderes sobrenaturales al comportamiento de su pájaro. -¡Embustero! ¿Se trata de aquel piquivano que trajeron del Sur francés?-, le susurraban por lo bajo. -Los pájaros, por lo menos, deben ser españoles, rió uno. Siempre el tabernero tenía que actuar como árbitro en discusiones, desviar las conversaciones que se agriaban, hacia campos de serenidad. La competencia pajarera era fuerte y el vino arreciaba rivalidades; morían muchas perdices en la fantasía del cazador mentiroso, aunque todos sabían por donde andaban los linderos de la mentira y la verdad, porque la realidad era otra casi siempre: no respondía el pájaro, o el campo tenía miedo al reclamo, o entraba el pastor en el momento decisivo, o aparecía el águila silenciando la tarde, o cambiaba el viento haciendo que el monte enmudeciera en presagios escarcheros... No era fácil aquella caza alimentada de fantasías.
Alguien recordó cuando se cazaba con el reclamo hembra, siempre a escondidas de la guardia civil, siempre por mayo y junio, cuando los nidos se llenaban de huevos y los machos, al encontrarse solos porque estaba incubando su pareja, buscaban los riscos más altos para dejarse oír, llamaban a hembras solitarias, en aventura de infidelidades. Cantaba la hembra enjaulada y los machos acudían rápidos, cual bolas de fuego, arrastrados por su lujuria; acudían a veces en vuelo, dando de pie por los aires, aterrizando junto al pulpitillo con ruidos de pequeño reactor, subiéndose a la jaula en delirios de posesión imposible. Con frecuencia coincidían varios machos en plaza y entablaban luchas ferocísimas, como pelea de gallos enardecidos, a las que ponía fin la oculta escopeta, haciendo espectaculares carambolas. -Pero cuando los machos están incubando los huevos, porque también incuban-, dijo alguien, -cumplen con fidelidad su cometido: nunca dejan el nido para acudir a la perdiz-. -Es cierto-, aseguró un viejo cazador recordando tiempos pasados, -pero cuando su pareja está en el nido y se encuentra solo se convierte en un tremendo donjuán. En este punto surgió polémica sobre si era más o menos dañina la caza con reclamo hembra. Había quien defendía su prohibición considerando que, aunque la hembra era capaz por si sola de sacar el nido adelante, como esas heroicas mujeres campesinas que enviudan pobladas de hijos pequeños, también había que considerar la labor del macho desviando zorros u otros depredadores de los territorios en donde incubaba la perdiz o andaba ésta con su pollada, fingiéndose herido, fingiéndose alcanzable, huyendo en direcciones contrarias, llamando la atención del enemigo hacia caminos de fracaso. Otros decían que con dicha caza se favorecía la reproducción cuando la abundancia de machos hacía que destrozaran nidos, en reyertas que podían acabar sobre la fragilidad de los huevos, o porque algunos machos eran llevados, por su demencia sexual, a montar a las hembras que estaban incubando, intentando violarlas y destrozando el nido en sus afanes de posesión.

Conversaciones
Las conversaciones sobre la caza eran infinitas y ésta era una antigua discusión no aclarada nunca. Hubo un momento de silencio en el ámbito de la taberna, como un espacio sólo ocupado por el humo de los cigarrillos. Fue entonces cuando aquel viejo cazador dijo: -Yo tuve una perdiz... ¡qué puta era!-. Esta exclamación inesperada sobresaltó a Angel que no pudo evitar un gesto desmedido; el entrecejo huraño, los ojos alarmados... Fue un tiempo fugaz detectado por Aquilino en el rostro del amigo que pronto volvió a normalizarse en disimulos. -¡Tiempos pasados! -exclamó alguien. -Ya es imposible esa caza furtiva desde que la guardia civil patrulla en motos todoterreno-. Y empezó la conversación sobre los civiles. Se recordó a aquellos guardias camineros, siempre en pareja, que recorrían veredas ante la burla de los cazadores, cuando ni siquiera estaba legalizada la caza de la perdiz con reclamo macho.

-Sólo cazaban tranquilos los señoritos-, dijo aquel muchacho rubio que era de Comisiones Obreras y había oído muchas historias sobre el asunto. Don Antonio, el boticario, estornudó en el otro extremo de la barra con estor-nudo artificial, de desagrado. La armonía social conseguida en el aliento unido de la afición, se rompió por un momento, apuntando antiguas luchas proletarias, pero enseguida volvió la normalidad, cuando refirieron la anécdota del tío Clamores, que llevó una tarde al puesto a un nieto suyo y quedó dormido mientras el chiquillo vigilaba por la tronera. El nieto lo despertó susurrándole al oído: -La pareja, abuelo, la pareja-. Tuvo el tío Clamores un despertar emocionado, pensando que un par de perdices había llegado a la plaza, y cuando miró a los alrededores de la jaula y descubrió el brillo de los tricornios. Ya no fue posible la huida. Se sucedió un largo anecdotario en competencia de narradores. La historia de aquel cura aficionado, en una época remota del pueblo, que salía de alba y cuando se le atracaban las perdices volvía tarde a decir la misa y tenía sublevado y muerto de frío al beaterio en espera, y al cual el señor obispo consiguió trasladar a Bilbao, para que el pobre cura no volviera a ver nunca más una jaula. O aquella otra historia del mochuelo, que le ocurrió a don Serafín, el encargado de los Condes. Cuando don Serafín salía de Alba, había ojos vigilantes en el cortijo que lo veían perderse en las tinieblas; eran ls de aquel mulero que ocupaba el hueco caliente que dejaba al lado de su esposa, con la complacencia de ésta. Hasta que amigos traviesos le gastaron la broma de sacar el pájaro perdiz de la jaula y sustituirlo por un mochuelo. Don Serafín, entre la prisa y la falta de luz, no advirtió el cambio y marchó al campo con el bicho nocturno a las espaldas. Cuando al despuntar el día levantó la sayuela, se encontró con los ojos redondos de la rapaz, que a él le parecieron ojos humanos en burla de su fracaso. Volvió rápido y enfadado al cortijo, encontrando el panorama de infidelidades, escapando por pies el mulero, dejando a la esposa muerta con los cartuchos que estaban destinados a las perdices. Era una de las historias negras del pueblo que, de vez en cuando, se repetía en boca de cazadores.

JULIO ALFREDO EGEA
 
Escritor
 

"Soy amante de la hermosura del campo, como lo es todo buen cazador"

06_p36f1.gif (33589 bytes)EL AUTOR

Nacido en Chirivel, en 1926. Ha publicado más de una veintena de libros. Su vida y su obra están repartidas entre las provincias de Almería y Granada. Ha dado recitales por España y América. En su currículum destaca el premio Miguel Angel Asturias, del Círculo de Escritores Iberoamericanos de Nueva York.

"Debía un pequeño tributo a una actividad que tanta felicidad me dio"

Pienso que la caza es algo tan íntimamente ligado al ser humano, desde sus orígenes, que cada hombre lleva esa pasión en su sangre aunque causas ambientales o de circunstancias de la vida la mantengan dormida o definitivamente tachada. Yo, nacido dentro de una cultura cazadora, inmerso en el campo desde mi niñez, estaba destinado a ser cazador. Con esta declaración de principios, el escritor Julio Alfredo Egea explica, en el prólogo a su libro Puesto de alba, su pasión por la caza, una afición que compagina con su condición de escritor.

Como escritor nunca traté el tema en un libro completo; siempre por mis versos y prosas estuvieron los temas urgentes e inevitables de todo hombre: la muerte, la vida, Dios, la Naturaleza, la sociedad. Sin embargo, tarde o temprano tenía que aparecer este tema, al que el poeta ha dedicado buena parte de su vida: Al cabo de los años he sentido por primera vez deseo de abordar este asunto, pensando que le debía un pequeño tributo a una actividad que tanta felicidad me dio y a la cual dediqué muchas horas de mi vida.

Puesto de alba se compone de una serie de historias, unas más breves que otras, culminadas por el relato que da título al libro, que aquí se reproduce. Puesto de Alba, el relato ficticio basado en la caza de la perdiz con reclamo macho, es indudable que se sustenta sobre recuerdos de un tiempo glorioso de esta modalidad, que he vivido, y que se basaba en menos degeneración de la especie, en condiciones atmosféricas propicias y en la abundancia generalizada de perdices. Siempre vi un paralelismo entre los comportamientos humanos y la actitud de estas aves -lujo del campo- en asuntos comunes: la defensa de territorios del amor, y es ésta la realidad que intento reflejar en el relato Puesto de Alba que tiene su cumbre de pasión en trágicos amaneceres, es un escrito antiguo que había quedado aislado e inédito, olvidado dentro de mi obra, como único trabajo sobre el tema, y que deseo permanezca en mi equipaje de cazador.

En este sentido, el poeta abunda no sólo en su experiencia cinegética, sino también en la humana: en mis Historias de la Caza he huido de hacer estadística de logros y fracasos que el presunto lector-cazador puede imaginar y hacerlos suyos, queriendo dar prioridad a circunstancias personales, a retazos de autobiografía cazadora a veces enriquecida por intentos de recreación de un anecdotario que el tiempo ha depurado por los callejones de la memoria, pasando a un segundo término resultados felices para dejar un protagonismo a situaciones, actitudes y escenas, a veces esperpénticas.

Asimismo, destaca el aspecto ecologista que todo buen cazador lleva dentro: Antes que cazador soy amante de la hermosura del campo, como lo es todo buen cazador y mucho me duele el rápido deterioro de estos últimos tiempos, por múltiples circunstancias, casi siempre ajenas a la caza. Ojalá las generaciones futuras sean conservacionistas y cazadoras, de forma racional y apasionada, y actúen intentando recuperar y salvar las infinitas bellezas naturales, garantizando la existencia de una parte importante de la felicidad del mundo.

Opiniones recogidas en la Introducción del autor al libro.


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