EL
POETA Y LA CAZA
Puesto de
alba
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JULIO
ALFREDO EGEA
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Homenaje
de Julio Alfredo Egea a una actividad que, a través de sus
palabras, adquiere nuevos significados. El poeta deja paso al
cazador, y en una serie de relatos muestra sus experiencias,
reflexiones, vivencias, y adorna todo ello con la ficción que brota
de su mente, incluyendo en el relato al escritor en prosa. Un total
de quince historias que recogen, como él mismo explica, parte de
sus emociones, vividas en el campo, rodeado por su belleza. Egea
demuestra en este texto cómo la caza y las posturas ecologistas
pueden estar próximas, algo que defienden los que comparten, como
él, esta actividad, que junto con el amor a la Naturaleza, siempre
formaron parte de su vivir.
Angel empezó a levantar el puesto caído, hecho en años
anteriores, derribado acaso por las furias del viento de invierno...
En anónimos dimes
y diretes de la subterránea mala conciencia del pueblo, tenía
Carmela mala fama, forjada quiza por suposiciones de mentes
fabuladoras
Espió el cazador
los motivos por las aberturas del tollo y vio al águila real por
las cornisas más altas de la sierra, sobrevolando los picachos...
Alguien recordó
cuando se cazaba con el reclamo hembra, siempre a escondidas de la
guardia civil, siempre por mayo y junio, cuando los nidos se
llenaban de huevos...
"Ya es
imposible esa caza furtiva desde que la guardia civil patrulla en
motos todoterreno". Y empezó la conversación sobre los
civiles...
Quedó
atrancado el coche en el barranquizo. La lluvia había esponjado
arenas y se hundieron las ruedas hacia la mitad; hubo que escarbar
con fiereza y formar un lecho de piedras y hojas para que agarraran
las cubiertas. Aquilino andaba desesperado porque estaba algo
avanzado el día para echar el puesto de tarde, y como pensaba subir
al Puntal de la Aguilas, algo lejano, y rehacer el tollo de años
anteriores, que estaría algo deteriorado, y darle tiempo al pollo
de Burgos para que abriera el campo con su reclamo novicio, y que
respondieran las perdices, que estaban silenciosas en presagio de
heladas... Lograron por fin llevar el vehículo hasta terreno firme,
para facilitar el regreso cuando volvieran al anochecer.
Angel y Aquilino, los dos amigos inseparables en las cacerías del
reclamo, iniciaron la escalada por direcciones distintas, ya que
cada uno pretendía subir a la nariz de un cerro diferente, aunque
próximos.
Subió Angel la ladera
escarpada, con entusiasmo de metas, como en estreno de aventura, y
pronto estaba en la cima, en la parte dominadora del cerro, en el
lugar llamado Mirador del Angel, nombre trasmitido de generación en
generación, como todas las denominaciones de lugares de la serranía.
Y pensaba el cazador que estaba bien puesto aquel nombre, quizá por
algún pastor poeta de remotas edades de la tierra, que sintió
vocación de bautismo para collados, picachos y cañadas.
Estaba bien puesto
porque si un ángel hubiera pensado visitar aquella tierra, nada
como aquel lugar para otear bellezas: la impresionante serranía
rodeando al cerro con su tapiz de chaparral, orlado a tramos por un
cinturón verde-amarillo de enebros, por manchas más suaves de
romeral, y coronando cada altura los riscos como fantasía de
castillos a medio construir. De cara a la llanura quedaba desplegada
una sinfonía de colores, de rostros de la tierra. Donde acababan
las sayas del monte, empezaba la labor, el verde nuevo del cereal,
los barbechos rojos, grises, color pizarra los más lejanos, y el
pueblo con los confines del horizonte, con las cales brillantes al
sol. Buen sitio aquel para la espera de la perdiz, con oído a todas
las vertientes.
Angel empezó a
levantar el puesto caído, hecho en años anteriores, derribado
acaso por las furias del viento del invierno, acaso por encabritarse
el ganado en sus paredes, pero permanentes sus piedras desde siglos;
caídas, levantadas en cada celo por generaciones de manos
cazadoras. Angel andaba con prisa colocando las piedras en círculo,
alzando aquella corraliza de ilusiones en donde acechar, tapizando
los claros con matas de tomillo, con tallos de jara, con verdor de
iniestas, para burlar al ojo explorador de la perdiz, haciendo el círculo
de la tronera con las más suaves matas para no espantar con algún
crujir al momento de manejar la escopeta. Acabada esta faena, levantó
el tanto a la distancia conveniente, también de piedra, y en su
altura colocó bien sujeto por pedruscos haciendo presión sobre la
jaula, al pájaro perdiz que era de tercer celo y bastante seguro en
su quehacer. Le quitó la sayuela verde, con sus iniciales bordadas
en letras rojas por Carmela, su mujer. Volvió al puesto metió
dentro los ganchos de transportar la jaula y la sayuela, y extendió
la manta por el suelo antes de sentarse en su interior. Miró por la
tronera y colocó en ella la escopeta.
El reclamo
El pájaro se estiró en la jaula, alzó la cabeza oteadora
en atención de oídas y rompió el campo con una llamada vibrante,
un reclamar de desafío, avisador. Repitió la arrogancia del canto
varias veces y quedó en actitud de escuchar alguna respuesta.
Pronto consiguió contestación: una perdiz hembra empezó a
responder lejana, con cierta indecisión, y por otra dirección
contestó un macho desafiante. El pájaro enjaulado pareció crecer
de pronto, llenar toda la jaula, y empezó a dar de pie con firmeza,
anulando todo trinar de pajarillos, todo rumor del monte, acabando
con piñonazos agudos, como disparos de su pequeño corazón
embravecido. Se estableció un diálogo múltiple, en varias
direcciones; arreció durante largo rato una correspondencia de
llamadas, desafiantes acaso, hasta que poco a poco se fue
aproximando el canto apasionado de la perdiz hembra que se había
escuchado en un principio. Era un canto con sones de tartamudez. El
galán enjaulado respondió al acercarse de la hembra, desentendiéndose
de las otras contestaciones del monte, dedicándose a ella en
exclusiva: endulzó su llamada con embuchadas bajas, titeó nervioso
en impaciencias de la espera, inició el pie casi como un rumor...
La hembra se aproximaba por momentos, se adivinaba su correr ladera
arriba, soltera en aventura, acaso viuda por cualquier otro cazador.
Al fin apareció en plaza con andar presumido, fingiendo
indiferencia con un desentendido picoteo entre las piedras. Fue
verla el perdigón y embolinarse en la jaula enroscando su figura en
las plumas erizadas en una muestra espectacular, hasta poco a poco
normalizar su aspecto y romper en un recibo de aceptación, con
suavidad de melismas. La correspondencia de cantos armonizó el
encuentro, hasta que rompió el momento mágico el disparo: murió
la perdiz en aquel rito antiguo, culminando un drama de amor y
muerte, y el pájaro no cortó su recibo con la detonación que hizo
enmudecer al campo, sino que continuó su música como un réquiem o
una aceptación de la tragedia. Momentos estuvo en silencio el
campo, como asustado, pronto empezaron los jilgueros a trinar en una
encina próxima; volvieron a oírse lejanas las calandrias
sobrevolando laderas, y el pájaro perdiz, dejando clausurada una
historia, empezó a reclamar por alto de nuevo, llamando a reanudar
el diálogo roto. Se escuchó el canto ronco de un macho por las
alturas de un cerro próximo, un canto profundo, como emitido desde
el fondo de una orza, que enrosariaba ecos por las altas cumbres. El
diálogo fue feroz e interminable, ninguno cedía en su arrogancia.
El canto tímido de la
perdiz que seguía al macho campesino fue quedando más distante, más
espaciado de silencios, cual limitándose a una espera, no queriendo
acompañar en la aventura a su pareja que, siendo mayor su
impaciencia que la velocidad de su carrera, levantó vuelo y cayó
en la rasa con espectacular aterrizaje. Pronto se rehizo el pájaro
enjaulado de la sorpresa y creció nervioso llenando toda la jaula
y, simulando serenidades, inició un recibo de aceptaciones y
confianzas. Llegó el macho hasta el tanto, ascendió por las
piedras amontonadas hasta la jaula, intentando una lucha que impedían
los alambres, consiguiendo algún picotazo por entre sus claros, que
alzaban remolino de plumas arrancadas. Bajó el macho, impotente,
algo amedrentado por la fiereza del cautivo que seguía un desafío
triunfal, cuando sonó el tiro. Sonrió Angel complacido porque
siguió al disparo el canto de aceptación del perdigón, que parecía
sentirse vencedor de su rival, cantando la muerte, rompiendo después
con altas reclamadas en intento de solicitar de nuevo la atención
del campo.
Pero de pronto se quebró
la sonrisa del cazador cuando su mirada tropezó con la cobija verde
abandonada en un rincón del puesto. La cogió entre sus manos y
acarició las iniciales bordadas sobre el tejido: primor de lana
roja en letras góticas, confeccionadas por las manos de Carmeliya,
aquellas manos en gemela belleza, tan eficaces en artesanías, también
eficaces en faenas de amor. Tenía Angel seriedad de dudas, un signo
de dudas en el entrecejo. -Debían muchas lenguas de andar cortadas-
pensaba, más de pronto se le retorcía el pensamiento y la duda
tomaba carácter de certeza en los entresijos de la cabeza, y ya no
oía las llamadas del pájaro ni la correspondencia de un coro de
perdices lejanas, y le daba vueltas a aquel rumor del pueblo dando
por cierto que Carmela lo engañaba con su mejor amigo, con
Aquilino, su compañero eterno de cacerías; amistad iniciada en la
niñez, crecida a lo largo de la vida, demostrada por mutuas ayudas
en trabajos campesinos, forjada en inseparable vocación cazadora, sólo
a veces levemente perturbada por un crecerse de competencias en el
adiestramiento de perros y caballos, en la posesión de los buenos
reclamos de perdiz... -No, no podía ser-, pensaba. Pero enseguida
Carmela sustituía en el pensamiento al amigo, repasaba todo su
acontecer amoroso, y volvía la puñalada de la duda.
Ella había vuelto al pueblo después de un peregrinar por ciudades,
no se sabe en qué quehacer. Para él había quedado en el misterio
este tiempo de ausencias; leves explicaciones interrumpidas,
trabajos provisionales... Lo cierto es que un día volvió a casa de
sus padres pensando ya no marchar jamás, y desde el primer día de
su regreso quedó prendida en el cálido enamoramiento de Angel,
rendido a su belleza, renovando en plenitud una admiración desde la
niñez, nunca olvidada por las ausencias.
En anónimos dimes y
diretes de la subterránea mala conciencia del pueblo, tenía
Carmela mala fama, forjada quizá por suposiciones de mentes
fabuladoras que intentaban llenar las páginas en blanco de sus
tiempos vividos en lejanía. Pero él nunca se preocupó por malicia
de frases entrecortadas y silencios, creyendo en la firmeza de una
pasión que siempre parecía recién estrenada. Sólo había un vacío,
al parecer irremediable: la falta del hijo deseado por ambos. Ante
su tardanza habían andado de médicos por la ciudad y todos habían
confirmado su normalidad para ser madre y, aunque Carmela nunca dijo
nada, a veces miraba al marido con ojos culpadores, como denunciando
sus yermas simientes. Esto ocurría después de cada episodio de
posesión, y Angel quedaba desconcertado, en desarme de su hombría
primitiva. Por eso, cuando ella le dijo que estaba embarazada, él
no sabía si alegrarse o desconfiar porque ya andaba lo de Aquilino
en habladurías y creía sorprender un nublo de burlas en la mirada
de los vecinos. Pero lograba desentenderse, exterminaba la raíz de
los celos, como mala hierba, y recuperaba su semblante confiado ante
la mujer y ante el amigo. Así andaban las cosas.
Un guiño de sol al
ocultarse sobre el cerro próximo, al cual había subido Aquilino,
le desbarató los malos pensamientos y le anunció que era la hora
del regreso. La puesta de sol, clausura de cantos; quedó en
silencio la serranía y anunció la lechuza que empezaba el imperio
de otro mundo, de seres que vivían su plenitud en el misterio
cerrado de la noche. Salió Angel del puesto, con cuidado para no
derribar su provisional arquitectura, recogió el par de perdices
muertas, echó la cobija al perdigón, al que miró con mimo y
reconocimiento de méritos; se lo colgó de la espalda e inició la
bajada. A lo lejos el pueblo se iluminaba de oros en un último rayo
de sol, y logró pensar en Carmela como seguro regazo en espera,
llenando de canciones la casa en su trajín de hogar, con el nuevo
encendimiento de sus ojos: la mirada cálida que había despertado
denuncias de fecundidad cumplida. Bajaba la ladera, alegre, animoso,
desertando desconfianzas, y al llegar a la falda, al comienzo de
barbechos y sementeras, empezaron a levantarse perdices asustadas a
su paso, perdices que irían buscando el sito más propicio para
dormir, adecuado para detectar el paso sigiloso del zorro, el ataque
de las rapaces nocturnas... los múltiples peligros de la noche.
-Buen sitio éste para un puesto de alba-, pensó Angel, -Vendré un
amanecer a esta raya del monte y los sembrados.
Cuando llegó al coche
ya lo estaba esperando Aquilino, al cual le había ido mal la tarde,
y emprendieron regreso contándose los aconteceres del acecho.
Mala tarde
Para Aquilino, como contaba al amigo, fue una mala tarde.
Escaló difícilmente aquella mancha de chaparral, venciendo
distancias por el espeso monte bajo de enebros y aliagares, llegando
al final del cabezo dominador que era el Puntal de las Aguilas. Allí
no era necesario hacer puesto de piedras pues la abundancia de
chaparros permitía hacerlo de monte, quedando además más
disimulado. Dejó en un rellano la jaula, escopeta y manta, y con la
pequeña hacha empezó a hacer hueco dentro de los retoños de una
gran encina; limpió el espacio suficiente para poder sentarse;
concluyó su labor espesando las paredes de chaparro con fronda de
tomillos, cruzando ramas para dar a la tronera una consistencia
capaz de sostener a la escopeta, haciendo un círculo de matas
suaves en aquel camuflado mirador. Se tendió jadeante, temiendo se
repitiera el percance de la subida. Cuando ascendía la ladera había
sentido un gran dolor en la profundidad del pecho, teniendo que
tenderse en un calvero, sudoroso, como sintiendo el corazón
apretado por manos de hierro. Ya le había pasado otras veces. Pensó
que subía con demasiada prisa la empinada cuesta... Fue recuperándose
y siguió la marcha desentendido del percance, llegando al final del
cabezo. Pero ahora, tendido de cara al cielo, empezó a preocuparse
pensando si no sería aquel dolor el anuncio de alguna seria
enfermedad. Desentendiéndose, levantó el ánimo. Tampoco
necesitaba hacer tanto de piedras; antes de situar la tronera había
calculado la posibilidad de colgar la jaula en un arbusto cercando,
dándole altura para potenciar posibilidades del alcance del canto,
despuntando ramas para que el reclamo pudiera ver sus alrededores,
la posible llegada de perdices. Antes de descubrir al pájaro miró
desde la altura.
Verdaderamente aquel
era territorio de águilas, sitio dominador para escuchar el monte,
con oída a grandes espacios serranos. Pulsó a la tarde; había
cambiado el viento y hacía un poniente suave y cálido, propicio
para remover las perdices, para animarlas a la pelea y el amor, a
sus defensas territoriales. Cuando se metió al puesto llegaban
cantos de todas direcciones. Lo peor era que aquel pollo salía por
primera vez al campo y era difícil que cumpliera bien la faena. El
sabía lo difícil que era encontrar un buen reclamo; llevaba años
buscándolo sin encontrar ninguno capaz de satisfacer sus deseos de
cazador. Un viejo amigo en la afición le había dicho que ya no salían
buenos pájaros de aquellas tierras porque estaba degenerando la
perdiz en bravura, porque el ejercicio de esta caza durante siglos
era todo lo contrario de lo que se hacía para conseguir buenos
toros de lidia: en las tientas se probaban las vacas para dejar las
más bravas, dedicándolas a reproductoras; en esta caza se iban
matando sólo las perdices con la sangre más caliente para acudir
al desafío. Quizá llevaría razón. El caso es que ahora, quizá
obedeciendo a esa idea de la degeneración y considerando que esta
modalidad de caza es esencialmente sureña, sólo practicada de
manera amplia, desde siglos, en Andalucía y regiones limítrofes,
se buscan pájaros de sitios distantes: Burgos, Cuenca, Toledo...,
en donde se supone que la perdiz roja, más cazada en mano o en
ojeos, debe mantener toda su pureza, su ardor amoroso y su carácter
peleador. Pero también era difícil encontrar buenos pájaros de
esos lugares distantes...; un reclamo que llamara con insistencia al
campo, que una vez, cerca las perdices, modulara su canto para dar
confianzas, sin mostrarse demasiado agresor, y que al verlas
adaptara el recibimiento a las intenciones que traiga el monte,
ablandando en el diálogo, disfrazando fierezas, endulzando la
voz... era muy difícil. En todo esto pensaba Aquilino ante la incógnita
de aquel pollo de Burgos que había colgado del arbusto. Y pensaba,
según experiencia de su larga vida cazadora, que entre las
perdices, como entre las personas, nos e daban dos iguales, cada una
tenía una propia y complicada personalidad, y era muy difícil
encontrar a ese ejemplar sabio en genios y serenidades. Por eso
envidiaba a Angel que siempre había dado con buenos pájaros, que
ahora tenía uno ejemplar, que también gozaba con tener siempre a
Carmela a su lado... A partir de aquí deshizo un proyecto de
pensares y puso atención a la tronera para observar al pollo de
Burgos, que era manso, gustaba en la casa, era cantador... Cuando más
arreciaban los decires de perdices cercanas se levantó el pollo que
estaba recostado en la jaula y lanzó varias reclamadas que entrañaban
sorpresa y timidez pero hicieron concebir esperanzas a Aquilino,
aunque pronto fueron frustradas cuando a la contestación del campo
el pollo dio respuestas negativas: empezó a bregar queriendo
salirse de la jaula, negando su apariencia de mansedumbre,
restregando el pico por el entramado de alambres, para terminar
chasqueando por todo lo alto, como desentendido o enfadado. Callaron
las perdices asustadas o asombradas de aquel intruso destemplado,
aunque pronto volvieron a sus músicas, sin recibir contestación
del pollo. Para colmo de males vio Aquilino que, después de un
breve canto de alarma, se agachó en la jaula hasta intentar
desaparecer; actitud coincidente con un silencio absoluto del campo.
Espió el cazador los
motivos por las aberturas del tollo y vio al águila real por las
cornisas más altas de la sierra, sobrevolando los picachos, orlada
por cenefas de niebla. Al rato desapareció la rapaz, desviando la
majestad del vuelo hacia otras vertientes de la serranía, y el
pollo volvió a levantarse ocupando toda la jaula, como en oída,
aunque volvió a agacharse al pasar las grajillas, al volar una
urraca hasta la encina bajo la cual estaba el puesto, demostrando
excesivos temores, miedos denunciadores de su mala clase. Estuvo
Aquilino decidido a salirse, a abandonar la prueba, pero al fin pensó
seguir hasta el final, con leves esperanzas de que cambiara la
actitud del perdigón, no queriendo pasar el resto de la tarde en el
coche, esperando al amigo. Todo iba de mala suerte; hasta un rebaño
de cabras irrumpió en la plaza con su concierto de cencerros y
campanillas, y por pocas se mata el pájaro espantado por la aparición.
Se perdió pronto el ganado monte abajo y el campo recobró su
compostura. Volvieron a cantar perdices próximas y hasta apareció
una hembra que había cantado cerca toda la tarde; casualmente, en
su corretear buscando pareja pasó por allí. Pensó Aquilino que
era la prueba definitiva. Pintó la perdiz en plaza y al ver al
pollo acudió decidida hacia el arbusto en que se encontraba la
jaula. El pollo, desconcertado, no dijo nada y se manifestó en su
hurañez, bregando con energía. Aquilino dejó quieta la escopeta,
dejó marchar a la hembra asustada por el inadecuado recibimiento:
aquella era una caza ritual y nada importaba matar o no, siempre que
no se hiciera dentro de una complacencia de comportamientos.
Con la aparición de la
perdiz empezó a pensar: -Aquella hembra... ¿Habría abandonado a
su macho, en aventura propicia a infidelidades, acaso buscando a un
compañero más fogoso? Esto le trajo el recuerdo de Carmela y se
enzarzó en maraña de pensares. Siempre había sentido atracción
por aquella mujer y, cuando volvió al pueblo y él pensaba
manifestarle sus sentimientos, se adelantó Angel ganándole la
partida, casándose con ella, dejando su pasión en absoluto
silencio. Después, en las visitas a casa del amigo, aprovechando la
ausencia de éste, todo fue un itinerario de miradas cómplices, de
arrebatos correspondidos, como preliminares de la entrega
aprovechando u n viaje de Angel a la capital. Grande fue la pasión
en sus escasos encuentros, en plenitudes amorosas; pocas eran las
ocasiones propicias, muchos los espionajes del pueblo que acabaron
en rumores de acusación. ¿Qué hacer...? Pensó Aquilino, a veces,
martirizado en el remordimiento de las traiciones a la amistad,
abandonar el pueblo, marchar a Cataluña, en donde tenía
establecidos casi todos sus familiares próximos. ¿Sería capaz de
alejarse de Carmela? ¿Sospecharía Angel algo...? Era aquella mujer
la culpa de su soltería, de sus estado de soledad, rota tan sólo
por la esperanza de los encuentros. ¿Sería capaz de huir de tal
estado de cosas, liberándose de un cerco de remordimientos
martirizantes? ¿Sería capaz de renunciar a aquel robo de gozos, al
calor de aquellos brazos rodeando su cintura, al furtivo momento del
beso? En reyerta de pensamientos le sorprendió la puesta del sol.
En los altos riscos cantó el búho anunciando tinieblas,
despertador de los animales de la noche. Una zorra graznó de forma
lastimera por los escondites del encinar. Saltó del puesto y se fue
enfadado a descolgar el pollo de Burgos; cogió la jaula y le abrió
la puerta; salió el animal tropezando con las matas, en incierta
carrera. Mala condena era aquella, cruel actitud de cazador
defraudado: soltar el perdigón en el monte, con los vuelos cortados
y perdidos sus instintos de defensa por los acomodos de la
cautividad, sin los eficaces mecanismos de la huida y el vuelo.
Pronto acabaría en las fauces de la zorra, quizá de aquella que
lanzaba su escalofrío de aullidos escondida en el encinar.
Se colgó la jaula vacía, se terció escopeta y manta, emprendiendo
loca carrera sierra abajo, como huyendo de comparsa de
remordimientos que se acrecentaba con la proximidad de la noche.
Varias veces cayó al tropezar con el matorral y sintió las agujas
dolorosas de la aliaga punzándole la piel. Era como desconcertado
animal en huida. A medio camino le atacó de nuevo aquel dolor
punzante del pecho y tuvo que sentarse en la tierra sintiendo que
perdía la vida. ¿Qué sería aquel extraño dolor? Iba a tener que
decidirse y visitar al médico. Al fin desapareció aquella sensación
de tener una mano fuerte apretándole el corazón y pudo
incorporarse y seguir su camino hacia la cita con Angel, para el
regreso. Cuando llegó al vehículo aún no estaba allí el compañero
pero se oían sus pasos próximos pisando matojos al caminar.
Después del relato de
aconteceres: felices los de Angel, desgraciados los de Aquilino,
transcurrió el regreso en un silencio denso, en batalla de
pensamientos encontrados, no manifestados en la voz, como duelo
fantasmal de dudas de las que empezaban a brotar rencores; en el
oscuro cielo de sus mentes volaba el aguilucho de los celos y
descendía su pico hasta lastimar el corazón. Ambos repasaban
calendarios de la amistad: aquellos días de gozo en la persecución
de la perdiz, siguiendo la búsqueda ágil de los perros en
competencia de la muestra y el cobro, rivalizando en velocidad para
derribar a la liebre levantada de entre los surcos, al conejo que
dejaba el enebro en zigzag de sorpresas, a la veloz torcaz que
alzaba su vuelo azul sobre el encinar... Y en cada jornada el
fraternal momento de la comida en el campo, el vino alegre de la
convivencia en gustos y sentires, aquel emparejado vivir la
naturaleza en todos sus secretos, en su primitiva desnudez.
Borraron pensamientos
las luces próximas del pueblo. Dejó Aquilino a Angel en la puerta
de su casa y quedaron en verse momentos después en la taberna, en
donde encontrarían a otros cazadores para comentar la jornada. A la
luz de los faros miró Aquilino la casa cerrada, aquel umbral
atravesado a veces, furtivo del amor, con emboscados pasos,
esquivando las pupilas del pueblo, entre la pasión y la duda,
arrastrado por el embrujo de una mujer que estaría tras aquellos
muros con su belleza en flor, con su carne gozosa en sembradura. Y
apartó los ojos acelerando el coche, marchando hacia su casa con la
sonrisa amarga de imposibles desentendimientos.
Atravesó Angel el
quicio de la puerta y pasó a la cocina, en donde Carmela atizaba la
lumbre preparando la cena. Se alzó la mujer y lo besó en los
labios, en correspondencia a la ofrenda que le hacía del par de
perdices muertas. -¿Fue bien la tarde?-, preguntó. El, bajo el
disfraz de la sonrisa pensó: -No puede ser...-, y fue a dejar sus
arreos de cazador. Colocó al pájaro en el jaulero y le puso en el
comedor maíz y trigo y amapoles tiernos que cortó en pedacitos con
su navaja. Cuchicheaba el pájaro como agradecimiento, aplicándose
en el manjar, y Carmela le preguntaba si cenaría pronto. -He
quedado con Aquilino en la taberna pero volveré enseguida-,
respondió él. Al pronunciar el nombre del amigo intentó perseguir
pensamientos por los ojos hermosos de la mujer, mas el rostro de
ella permaneció sereno y sus ojos eran profundos túneles sin
posible lectura.
La taberna
En la taberna había un corro de voces enardecidas y un
temblor de vino nuevo en los cristales. Se sucedían las mil y una
historias de la caza en turno de voces narrativas, a veces
atropelladas en coros de énfasis. Sobresalían los adornos
fantaseadores de algún contertulio, atribuyendo casi poderes
sobrenaturales al comportamiento de su pájaro. -¡Embustero! ¿Se
trata de aquel piquivano que trajeron del Sur francés?-, le
susurraban por lo bajo. -Los pájaros, por lo menos, deben ser españoles,
rió uno. Siempre el tabernero tenía que actuar como árbitro en
discusiones, desviar las conversaciones que se agriaban, hacia
campos de serenidad. La competencia pajarera era fuerte y el vino
arreciaba rivalidades; morían muchas perdices en la fantasía del
cazador mentiroso, aunque todos sabían por donde andaban los
linderos de la mentira y la verdad, porque la realidad era otra casi
siempre: no respondía el pájaro, o el campo tenía miedo al
reclamo, o entraba el pastor en el momento decisivo, o aparecía el
águila silenciando la tarde, o cambiaba el viento haciendo que el
monte enmudeciera en presagios escarcheros... No era fácil aquella
caza alimentada de fantasías.
Alguien recordó cuando se cazaba con el reclamo hembra, siempre a
escondidas de la guardia civil, siempre por mayo y junio, cuando los
nidos se llenaban de huevos y los machos, al encontrarse solos
porque estaba incubando su pareja, buscaban los riscos más altos
para dejarse oír, llamaban a hembras solitarias, en aventura de
infidelidades. Cantaba la hembra enjaulada y los machos acudían rápidos,
cual bolas de fuego, arrastrados por su lujuria; acudían a veces en
vuelo, dando de pie por los aires, aterrizando junto al pulpitillo
con ruidos de pequeño reactor, subiéndose a la jaula en delirios
de posesión imposible. Con frecuencia coincidían varios machos en
plaza y entablaban luchas ferocísimas, como pelea de gallos
enardecidos, a las que ponía fin la oculta escopeta, haciendo
espectaculares carambolas. -Pero cuando los machos están incubando
los huevos, porque también incuban-, dijo alguien, -cumplen con
fidelidad su cometido: nunca dejan el nido para acudir a la perdiz-.
-Es cierto-, aseguró un viejo cazador recordando tiempos pasados,
-pero cuando su pareja está en el nido y se encuentra solo se
convierte en un tremendo donjuán. En este punto surgió polémica
sobre si era más o menos dañina la caza con reclamo hembra. Había
quien defendía su prohibición considerando que, aunque la hembra
era capaz por si sola de sacar el nido adelante, como esas heroicas
mujeres campesinas que enviudan pobladas de hijos pequeños, también
había que considerar la labor del macho desviando zorros u otros
depredadores de los territorios en donde incubaba la perdiz o andaba
ésta con su pollada, fingiéndose herido, fingiéndose alcanzable,
huyendo en direcciones contrarias, llamando la atención del enemigo
hacia caminos de fracaso. Otros decían que con dicha caza se
favorecía la reproducción cuando la abundancia de machos hacía
que destrozaran nidos, en reyertas que podían acabar sobre la
fragilidad de los huevos, o porque algunos machos eran llevados, por
su demencia sexual, a montar a las hembras que estaban incubando,
intentando violarlas y destrozando el nido en sus afanes de posesión.
Conversaciones
Las conversaciones sobre la caza eran infinitas y ésta era
una antigua discusión no aclarada nunca. Hubo un momento de
silencio en el ámbito de la taberna, como un espacio sólo ocupado
por el humo de los cigarrillos. Fue entonces cuando aquel viejo
cazador dijo: -Yo tuve una perdiz... ¡qué puta era!-. Esta
exclamación inesperada sobresaltó a Angel que no pudo evitar un
gesto desmedido; el entrecejo huraño, los ojos alarmados... Fue un
tiempo fugaz detectado por Aquilino en el rostro del amigo que
pronto volvió a normalizarse en disimulos. -¡Tiempos pasados!
-exclamó alguien. -Ya es imposible esa caza furtiva desde que la
guardia civil patrulla en motos todoterreno-. Y empezó la
conversación sobre los civiles. Se recordó a aquellos guardias
camineros, siempre en pareja, que recorrían veredas ante la burla
de los cazadores, cuando ni siquiera estaba legalizada la caza de la
perdiz con reclamo macho.
-Sólo cazaban
tranquilos los señoritos-, dijo aquel muchacho rubio que era de
Comisiones Obreras y había oído muchas historias sobre el asunto.
Don Antonio, el boticario, estornudó en el otro extremo de la barra
con estor-nudo artificial, de desagrado. La armonía social
conseguida en el aliento unido de la afición, se rompió por un
momento, apuntando antiguas luchas proletarias, pero enseguida volvió
la normalidad, cuando refirieron la anécdota del tío Clamores, que
llevó una tarde al puesto a un nieto suyo y quedó dormido mientras
el chiquillo vigilaba por la tronera. El nieto lo despertó susurrándole
al oído: -La pareja, abuelo, la pareja-. Tuvo el tío Clamores un
despertar emocionado, pensando que un par de perdices había llegado
a la plaza, y cuando miró a los alrededores de la jaula y descubrió
el brillo de los tricornios. Ya no fue posible la huida. Se sucedió
un largo anecdotario en competencia de narradores. La historia de
aquel cura aficionado, en una época remota del pueblo, que salía
de alba y cuando se le atracaban las perdices volvía tarde a decir
la misa y tenía sublevado y muerto de frío al beaterio en espera,
y al cual el señor obispo consiguió trasladar a Bilbao, para que
el pobre cura no volviera a ver nunca más una jaula. O aquella otra
historia del mochuelo, que le ocurrió a don Serafín, el encargado
de los Condes. Cuando don Serafín salía de Alba, había ojos
vigilantes en el cortijo que lo veían perderse en las tinieblas;
eran ls de aquel mulero que ocupaba el hueco caliente que dejaba al
lado de su esposa, con la complacencia de ésta. Hasta que amigos
traviesos le gastaron la broma de sacar el pájaro perdiz de la
jaula y sustituirlo por un mochuelo. Don Serafín, entre la prisa y
la falta de luz, no advirtió el cambio y marchó al campo con el
bicho nocturno a las espaldas. Cuando al despuntar el día levantó
la sayuela, se encontró con los ojos redondos de la rapaz, que a él
le parecieron ojos humanos en burla de su fracaso. Volvió rápido y
enfadado al cortijo, encontrando el panorama de infidelidades,
escapando por pies el mulero, dejando a la esposa muerta con los
cartuchos que estaban destinados a las perdices. Era una de las
historias negras del pueblo que, de vez en cuando, se repetía en
boca de cazadores.